miércoles, 4 de mayo de 2016

LA LITERATURA EN LENGUA ALEMANA ANTES DE LA CAÍDA DEL MURO DE BERLÍN

Los insumisos de siempre

Heinrich Böll y Günter Grass

¿Se equivocan quienes califican a la literatura en lengua alemana de los ’80 menos vigorosa que las otras artes de esa década? Sigue siendo un lugar común que se la caracterice de pesimista o se la enmarque en el terreno de lo institucionalizado. Los que así opinan no desconocen la relevancia de los autores de la posguerra, astutamente revalorizados por las grandes editoriales. El clima político previo a la caída del Muro de Berlín (el 9 de noviembre de 1989) anticipaba otro escenario económico y cultural, y era hora de dar mayor visibilidad a las obras de los  escritores “incómodos”.  Un ejemplo es Heinrich Böll (1917-1985), de quien se ha escrito que fue valorado después de su muerte. Comentario que en la práctica no incluía a sus lectores, menos permeables a las estrategias comerciales. Böll destacaba desde tiempo atrás por la sutileza y precisión de sus narraciones, y la serena y firme rebeldía de sus textos: El pan de los años mozos, de 1955; Opiniones de un payaso (1963), El honor perdido de Katharina Blum (1974); novela trasladada al cine con guion y dirección de Volker Schlöndorff y Margarethe von Trotta; y, entre otras,  Asedio preventivo (1979). Rebeldía que no abandonó en Terreno minado (1982), Bild-Bonn- Boenisch (1984) y Mujeres ante un paisaje fluvial  (Frauen vor Flusslandchaft), publicada tres meses después de su muerte en Köln (Colonia). 

Entre elementos de fábula realista, Böll descubre en Mujeres… el vínculo entre las finanzas y el poder político, y la consagración de la hipocresía en una ciudad (supuestamente Bonn) dominada por el alto clero y los políticos provenientes del nazismo. A esa ciudad llegan la amante de un político  --habituado a dar paseos en el brumoso paisaje fluvial a la hora del informativo de la televisión--  y un grupo de seres perversos que trampean con los medios de comunicación y las internas de un poder que acopia escándalos e infamias.   Pero la furia que Böll, entonces  atacado, había previsto durante su escritura no se manifestó tras la publicación. El escritor había muerto, se apaciguaron los enconos y pasó a ser “Heinrich, el Bueno”, como quiso calificarlo el poeta y narrador Hans Magnus Enzensberger.  

El discutido Günter Grass (1927-2015), dibujante, escultor y creador, entre otras obras,  de El tambor de hojalata (1959),  supo de esas adversidades cuando publicó  su novela La ratesa (Die Rättin), en 1986, alegoría sobre la barbarie humana; y otra rebelde, Christa Wolf (1929-2011), lúcida autora de la República Democrática Alemana (Alemania Oriental), atravesaba el Muro afianzada en sus libros.  Y hubo más insumisos en la década del ’80: Hartmut Lange y el escritor y filósofo Peter Sloterdijk, críticos e inconformistas. Fiel a una memoria que sabe de opresiones y rebeldías, Lange  nacido en Berlín, en 1937, compuso El concierto (publicado por Seix Barral, 1987), seis relatos-testimonio que reconstruyen un pasado y un presente que considera históricamente falseados, a través de personajes que están muertos, y a los que este autor da vida al insertarlos en una realidad que cuestiona.

Sloterdijk  (1947), nacido en Karlsruhe y formado  en Munich, se revela en El árbol mágico (1985) como  un excelente  narrador, más intenso  que otro creador de su generación: el escritor y guionista Patrick Süskind (1949), autor del monólogo teatral El contrabajo, y famoso a partir de su bestseller El perfume (1985), texto al que en ese período siguió La paloma (1988). Sloterdijk  inicia su novela en el París de 1785, previo a la Revolución Francesa, y concluye su trama en Viena, cuando arreciaba la polémica sobre las teorías psicoanalíticas y se profundizaba la crisis financiera y política que antecedió al régimen nazi. Otros inconformistas en lengua alemana hicieron obra y se destacaron en los ’80, como el austríaco Peter Handke (1942), creador prolífico, poeta, dramaturgo, ensayista  y guionista de cine (autor de La mujer zurda, de 1976; Historia de niños, Alianza 1986; Ensayo sobre el cansancio, 1989); y Walter Abish, judío, nacido en Viena en 1931, salvado de la shoah, y nacionalizado estadounidense, autor de Tan Alemanes (editado por Anagrama en 1985), aguda reflexión sobre la Alemania de los ’80.  

Thomas Bernhard (1931-1989), poeta, novelista y dramaturgo,  nacido en Heerlen (Holanda) y austríaco por ascendencia y cultura,  escandalizó en el ’84 a los popes de la cultura oficial vienesa con La Tala (Holzfällen), y fue capaz de crear un universo literario a partir de su biografía y su contacto con la muerte. Se ha dicho, incluso, que Bernhard escribía sólo para quienes conocen el sufrimiento y saben de atropellos. Su última novela, La Extinción (Die Auslöschung) es de 1986.       
Y entre los suizos, Max Frisch (1911-1991), autor de No soy Stiller, Digamos que me llamo Gantenbein, El hombre aparece en el holoceno (1979), y Barba azul, novela de 1984. ¿Era  Frisch otro pesimista de la década del ’80, como se lo ha calificado? Imposible ser terminante con un creador para quien el anhelo,  como proyección de un deseo, o la utopía que trasciende a una situación y pretende transformar es “el imán al que quizás nunca lleguemos, pero que determina nuestra conducta”. Destacado y prolífico fue también el suizo Friedrick Dürrenmatt (1921-1990), novelista, pintor, guionista, dramaturgo y autor, entre otras creaciones, de Justicia (1985), La misión (1986) y El encargo (1988). 

Ante estos escritores que han exteriorizado ampliamente su inconformidad, se enfilaron aquellos que objetaron el entorno dirigiendo su mirada hacia el interior de sus experiencias.  Opción que eligieron la novelista y poeta Gabriele Wohmann, Jürgen Becker, Peter Hartling, Siegfried Lenz y Günter Eich, todos diferentes entre sí.

Tiempo de escombros y legados

Después de la derrota del Tercer Reich hubo en Alemania un resurgimiento de la narrativa. Era imprescindible una transformación cultural y social, propósito central para los fundadores del Grupo 47, integrado por varios de los autores mencionados en esta nota. “Todo es ridículo si se piensa en la muerte”, escribió Eich, y había que reconstruir. Creadores como Heinrich  Böll, que, alistado en el ejército, fue  prisionero en un campo estadounidense; Günter  Grass o Peter  Schneider  (1940), autor de Lens, de 1973; y El saltador del muro, de 1982; asumieron el pasado inmediato y la responsabilidad del genocidio. Los tildados de colaboracionistas con el régimen nazi quedaron relegados durante años, entre ellos Ernst Jünger  (1895-1998), quien en Visita a Godenholm (1952) y Abejas de cristal (Gläserne Bienen, de 1957), reflexionó sobre el humano sometido a la tecnología; publicó Encuentro peligroso (1985) y desarrolló controvertidas reflexiones en el ensayo El Estado mundial, incluido en el volumen La Paz. Fue adulado por los nazis, quienes le rindieron honores y ofrecieron cargos que rechazó. 

Conscientes de quienes eran y de la historia que les tocó vivir,  algunos autores redescubrieron la tradición literaria de los años ’20. Günter Grass, nacido en Danzig, ciudad polaca, luego alemana y nuevamente polaca, reconoció la influencia de Alfred Döblin (1878-1957), médico psiquiatra, polaco, nacionalizado francés, y  autor en lengua alemana de Berlín Alexanderplatz, publicada en 1929, año en el cual el  austríaco Joseph von Sternberg  (1894-1969), instalado en Estados unidos,  filma la novela Professor Unrat (1905), de Heinrich Mann, con el título de El ángel azul. Los inconformes de la posguerra mantuvieron una crítica positiva con los escritores de la RDA (Alemania Oriental) y fueron también los que, tras el período de la reconstrucción, criticaron a una sociedad seducida por el brillo material. Y lo hicieron sin mostrar autocompasión ante las dificultades que debieron afrontar.  Böll, Grass y Christa Wolf lo evidencian en sus trabajos. En Casandra, de 1983, Wolf muestra a su personaje peleando por una existencia sin servidumbres.  El largo monólogo de la princesa troyana descubre la brutalidad en el choque de intereses y sus consecuencias: el desequilibrio y la destrucción de la identidad frente a las imposiciones y la corrosión que ejerce el poderoso al sacrificar a su pueblo.    

La batalla con el entorno está presente en su novela En ningún lugar. En parte alguna, ubicada en el siglo XVIII, donde extrae modelos de sociedades anteriores para comprender las actuales.  Muestra de infancia (1976) es otro ejemplo. Allí, reconstruye el período nazi a través de los ojos de una niña; y en Reflexiones sobre ChristaT (1968), criticada y hasta prohibida en la RDA,  traduce la dificultad de una mujer para amoldar su vida a una sociedad diferente y hallar salida al encierro cultural.  

Heinrich Böll escribió sobre esa dificultad y la soledad de la mujer en la posguerra en Casa sin amo,  de 1954; y Retrato de grupo con señora (1971). Uwe Johnson, nacido en el Este alemán en 1934 y fallecido en 1984 (integrante del Grupo 47, renovado en los ’60 y disuelto en 1977 por disidencias internas),  se dedicó al tema en Dos opiniones  (1965), al igual que Günter Grass, el austríaco Peter Handke y el suizo Max Frisch. La escisión del yo aparece en La ratesa, de Grass, cuyos temas centrales son los falseamientos políticos y la perversión de una tecnología convertida en elemento de destrucción.  En los capítulos de La ratesa  hay discursos, relatos científicos sobre protección ambiental y sobre el efecto de las armas nucleares;  poemas y un alerta sobre las actitudes ambiguas frente a la guerra. 

Así como Christa Wolf quebró el aislamiento de los autores del Este alemán antes de la caída del  Muro,  Hans Magnus Enzensberger se dedicó a crear lazos entre Alemania y los demás países europeos.  Enzensberger (1929), también autor teatral y periodista, recogió en Migajas políticas (publicado en 1984 por Anagrama) los artículos que publicó en diversos medios, la mayoría en su revista TransAtlantik.  En ellos hace mofa de los lugares comunes contenidos en las propuestas de los sectores progresistas de la sociedad alemana de entonces con un estilo tomado del Nuevo Periodismo, y cierta afinidad con las revistas estadounidenses  Esquire, The Atlantic, y The New Yorker. En algún punto,  se acercó a la literatura alemana que desde tiempo atrás había apostado a la dialéctica y la ironía: Heinrich Heine (1797-1856), por ejemplo,  poeta y ensayista crítico, de quien se reiteran frases siempre vigentes (Donde se queman libros se acaba quemando seres humanos); y Bertolt  Brecht (1898-1956), poeta y dramaturgo (Terror y miseria del Tercer Reich, Gallileo Galilei, Madre Coraje). Esa es, al menos, la ironía que algunos estudiosos han rastreado  en los textos, poemas y cantos de Enzensberger, como El hundimiento del Titanic, publicado por Anagrama, 1986. 
   
 La mirada interior

La narración de los procesos mentales ha sido materia de autores de relieve, como la novelista Gabriele Wohmann (1932-2015), cuyas historias se deslizan sobre estados de ánimo. Así, en  Serias intenciones (1970) cuenta  la experiencia en un hospital. Codicia (1973) es un conjunto de relatos donde las penas cotidianas pueden ser intolerables;  Paulina estaba sola en casa (1974), refiere conflictos entre padres e hijos,  y Ven, mayo querido,  de 1981, es uno de sus poemas más divulgados.    

Jürgen Becker  (1932) busca el detalle en los objetos cercanos y reales, al tiempo que explora  su pensamiento en relación a éstos.  Campos (1964), Alrededores (1970) y Puertas al mar (editada en Frankfurt, en 1983) son apuntes de aquello que sucede mientras se escribe en soledad.  Es autor de Sobre la historia de las separaciones, donde desarrolla las consecuencias psicológicas que la división de Alemania produjo en los ciudadanos de la RDA y la RFA (República Federal Alemana, antes de la caída del Muro).  Otro escritor abierto al mundo interior es  Peter Härtling (1933), quien, aun cuando incursiona en el contexto social, muestra tendencia a reflexionar sobre sí mismo. Es periodista, editor y autor de libros para niños. Su producción es numerosa, con títulos como  Niembsch o la inmovilidad (1964), Hölderlin (1976) y El soldado español, publicado en 1984.  

Entre los creadores de la posguerra que publicaron en los años inmediatamente anteriores a la década del ’80, Siegfried Lenz -nacido en 1926 en Prusia Oriental, después integrada a Polonia, y fallecido en Hamburgo en 2014-  puso el acento en la soledad y las frustraciones, sin obviar la época que le tocó vivir (el nacionalsocialismo y la Segunda Guerra Mundial). Escribió novelas y relatos para la radio. Fue periodista y adhirió a la socialdemocracia del político alemán Willy Brandt (canciller desde 1969 hasta 1974). Es autor de Registro domiciliario, 1967; La lección de alemán (1968), sobre  la alienación y persecución en la Alemania nazi; y Campo de maniobras, publicado en 1985. Günter Eich (1907-1972) volcó su mirada hacia el mundo interior, y lo hizo sin contemplaciones.  Logró popularidad como guionista radiofónico y fue poeta inconformista y de lenguaje certero. Cantó a la naturaleza y al  hombre en la guerra (Aldea remota y Tren subterráneo, poemas de 1948; Lluvia de noticias, de 1955). Combatió en la Segunda Guerra Mundial y fue prisionero en un campo de concentración estadounidense.  De aquella experiencia nació Inventario (1946),  poemas en los que describía sin adornos las condiciones de vida del soldado y el prisionero.  En 1968 publicó Topos, y dos años después Un tibetano en mi oficina, donde conjugaba  aforismos y misterios, los cercanos y aquellos a los que “la conciencia no alcanza”.

Es cierto que en los ’80 otras artes imponían nuevas miradas. El llamado Nuevo Cine Alemán, por ejemplo, con personalidades como la de Rainer Werner Fassbinder (1945-1982), director, entre otras filmaciones, de Lili Marlen (1981), La ansiedad de Verónica Voss (1981) y Querelle (1982); y la celebrada serie de TV Berlín Alexanderplatz, basada en la novela de Alfred Döblin. Expresiones y temas de género, identidad e historia que no son incompatibles con las creaciones literarias de los ’80. ¿Por qué afirmar entonces que en esa década la literatura se institucionalizó, careció de fuerza o ancló en el pesimismo?  Tales aseveraciones tambalean cuando se lee o relee a sus autores,  marcados algunos por el exilio interior, y aun así, irónicos y hasta mordaces. Personalidades que se abren a la imaginación sin desestimar el rasgo contestatario que, con sus diferencias, los identifica contrarios al ocultamiento de aquello que sucedía y era generado por la sociedad de su tiempo.