lunes, 27 de marzo de 2017

UN ESCENARIO PARA TENNESSEE

El tiempo como una sucesión de instantes perdidos y el miedo a la fugacidad constituyen el núcleo de Dulce pájaro de juventud, obra de Tennessee Williams que el director Oscar Barney Finn llevará a  escena luego del estreno de Juegos de amor y de guerra, de Gonzalo Demaría, en el Centro Cultural de la Cooperación.

El director Oscar Barney Finn.
Hacer recuento y entender que la juventud es una etapa embellecida  y el tiempo tan breve como la visión de un pájaro en vuelo, golpea emocionalmente a  Princesa, actriz en su edad madura, y a Chance, el aún joven con veleidades de donjuán que regresa a su ciudad para recuperar el amor de la que fue niña por él dañada.  Sucede en Dulce pájaro de juventud (Sweet Bird of Youth), título que suena bello aunque encierra  una amargura que su autor, el  estadounidense Tennessee Williams (Columbus 1911- Nueva York 1983), deja  entrever en los irónicos diálogos de esta pieza de 1959 que estrenará Oscar Barney Finn, premiado director de teatro (el más reciente galardón lo obtuvo de la crítica de Nueva York por la puesta de  Poder absoluto, del barcelonés Roger Peña Carulla). También régisseur, dramaturgista y realizador de films premiados  en festivales internacionales,  como Contar hasta diez (Festival de Berlín), y -entre otros- los destacados Cuatro caras para Victoria, Momentos robados y De la misteriosa Buenos Aires sobre tres cuentos de Manuel Mujica Láinez:  Barney Finn dirigió El salón dorado; Alberto Fischerman,  El hambre;  y  Ricardo Wullicher, La pulsera de cascabeles. Condujo ciclos de TV sobre textos y obras de grandes autores, y trabajó sobre lo puro de la trama de las obras y la  personalidad de Williams. Experiencia que generó puestas en homenaje, incluida  La gata sobre el tejado de zinc caliente, en Chile, en 1983; y renovadas búsquedas, como Noches romanas, de Franco D’Alessandro,  donde los personajes son Williams y la actriz italiana Ana Magnani.                 
                                                        
Dulce pájaro… completará la lista de sus últimos trabajos:  El Diccionario, del español Manuel Calzada Pérez, en torno a la generosa y esforzada vida y obra de la filóloga y lexicógrafa española María Moliner;  La herencia de Eszter, versión de la novela del escritor húngaro Sándor Márai y el estreno de Juegos de amor y de guerra, de Gonzalo Demaría.  Barney Finn no descansa, y en esta entrevista adelanta otro título, Maldonado,  de Carlos Furnaro, que “está leyendo la actriz  Leonor Manso”, comenta, agradecido.   

Williams expuso sus debilidades en el escenario, según lo manifiesta en el escrito que a modo de prólogo de Dulce pájaro…ha publicado la editorial Losada. ¿Qué debilidades acosan a Princesa y Chance?

Ellos esperan que algo o alguien los saque de la inercia en la que se encuentran. Lo que sea sirve,   si les hace bien. Están frente a un precipicio. Sienten  la soledad, la carencia del amor genuino y se utilizan el uno al otro. Experimentan el miedo de haber pasado por la vida sin poder agarrarse a una tabla. Pensemos en otras obras de Tennessee, en El zoo de cristal (1944), Un tranvía llamado deseo  (1947), La gata sobre el tejado de zinc caliente (1955) Williams mismo quería salir. Creo que también él vivió esperando que alguien le tienda una mano. Ha sido muy destructivo en su vida. Y tuvo una prodigiosa producción. 

Con títulos admirables…

Sí, pero llega el momento en que se aparta de aquellos grandes éxitos.  Williams decae, y queda atrapado en ese estado que lo destruye. Lo pude entender mejor durante la investigación que hice para la puesta  de Noches romanas, donde, además de volver a sus obras,  necesitaba poner el acento  en su persona, y comprender cómo era ese mundo decadente con el que hallamos afinidades. Los grandes personajes de Tennessee y las mujeres sureñas de El dulce pájaro… siguen siendo emblemáticos.

Princesa y Chance vacilan entre el acercamiento  y el desencuentro.  ¿Descubre relaciones con otros personajes de Williams?  

En  Alexandra Del Lago (Princesa) hay algo de Alma, de Verano y humo  (1948), obra, para mí, envejecida.  Esto no pasa con Un tranvía … o La gata sobre el tejado …  o La rosa tatuada. Dulce pájaro… es una cuenta pendiente que me alimentará hasta el estreno.  En los ’90 estuve cerca de estrenarla con María Rosa Gallo. Convoqué al escenógrafo Alberto Negrín, armé un boceto, y sobre ese trabajo hablé con  Antonio “Taco” Larreta (escritor uruguayo, director teatral, crítico de cine y teatro) para que hiciese una adaptación con los cortes que yo había previsto. Hubo viajes míos a Uruguay y de él a la Argentina. Era una producción de Luis Mazas, quien compró los derechos. Pero eso quedó frustrado. Ahora estoy concibiéndola de otra forma. Necesita una mirada renovadora. El lenguaje ha cambiado.

¿Qué es lo esencial en sus dramaturgias?

La experiencia y, aunque se introduzcan cambios, no desvirtuar al autor. Otro elemento es el espacio. Los espacios “provocan” el acercamiento a un determinado lenguaje. No es lo mismo plantarse ante el escenario de El Tinglado, por ejemplo, que ante el de La Comedia o el C.C. de la Cooperación. Ensayando en La Cooperación,  me  vinieron imágenes de Noches romanas y de El Príncipe de Homburg (de Heinrich von Kleist, 1811) que presentamos allí, y donde pude hacer una síntesis escénica con sólo dos planos, uno vertical y otro inclinado, de manera que estábamos en el palacio y en la batalla. A veces las puestas de obras anteriores nos mandan señales. Me ha pasado también con La Excelsa, de Juan Pablo Santilli, sobre un hecho policial de 1978 (el asesinato de una prostituta en el puerto de Quequén), que estrenamos en el Teatro Sarmiento; y con Madame Mao, de Mónica Ottino, en el BAC (British Arts Center).  Son búsquedas que hacen crecer.  

¿Se acierte o no con el destino de una obra?

Un paradigma importante en mi vida es Giorgio Strehler (1921-1998), cofundador del Teatro Piccolo de Milán, a quien no siempre le iba bien, pero lo admitía. Hace años, la actriz Inda Ledesma me hizo un hermoso regalo, unas páginas sobre una larga entrevista a Strehler, donde este director y creador del teatro italiano explicaba el proceso que había seguido para el montaje de El jardín de los cerezos, de Anton Chéjov, dejando testimonio de sus búsquedas y sus dudas. Y es así en toda puesta, a la que se agrega un elemento inquietante cuando el texto proviene de una novela; como nos ha sucedido con La herencia de Eszter que presentamos en el Teatro La Comedia.              

¿Es imprescindible conocer todas las artes que confluyen en una puesta?
                                               
Uno vuelca en el trabajo sus conocimientos, pero en todas y cada una de las obras tiene que haber sentimientos. Estos son los que hacen vibrar a los personajes, y a nosotros. Esto me quedó claro desde siempre. Y destaco los tres años de estudio que tuvimos con Carlos Gandolfo. Éramos un grupo de directores que representábamos como actores. Estaban, entre otros, María Inés Andrés, David Amitin, Carlos Sorin, Rodolfo Mórtola,  Tito Eisenberg y Natalio Hochman, con quien empezamos a preparar un musical, El amor se fue, sobre un poema de Oliverio Girondo y música de Alberto Favero. Ese trabajo que nunca terminamos, nos agotó. Yo venía de La Plata, y el libro era de Enrique Pinti y mío.  Viví la época de las primeras vanguardias. Había que pelear pero se trabajaba mucho. En la calle Florida, y en Viamonte y San Martín, teníamos arte. En esa zona estaba el  Instituto de Arte Moderno y la Galería Van Riel, que en la década del ‘40 había sido sede del Teatro de Arquitectura y el Universitario Franco-Argentino. Estaba la Editorial Sur;  y en Filosofía y Letras y el Instituto Di Tella asistíamos a obras que nos marcaban: Timón de Atenas, de William Shakespeare, dirigida por  Roberto Villanueva;  ¡América Hurra!, de Jean Claude Van Itallie,  por Carlos Gandolfo;  Viet Rock, de Megan Terry, por Jaime Kogan;  y El Desatino, de Griselda Gambaro, dirigida por Jorge Petraglia en el Di Tella.   
                                                                
¿Cómo vivió las etapas de desamparo en la actividad teatral? 

Nunca he dejado de trabajar y tengo la misma voracidad frente a la lectura, frente al conocimiento. Digo que el tiempo que uno tiene asignado es corto para lo que se desea hacer y aprender.  El director ruso Andréi  Tarkovsky nos habla de esto en sus películas, de lo importante que es saber utilizar ese tiempo que nos fue acordado.  Y no es el único. Tuvimos épocas de intercambio creativo en el teatro, el cine… En 1954, en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata se vieron películas valiosas y se invitó a importantes artistas. Lo organizaba la Asociación de Cronistas Cinematográficos. Colaboré trabajando en la gaceta del Festival, haciendo entrevistas… Me había llevado Jaime Jacobson, el padre de Jorge, que sabía mucho de cine y dominaba varios idiomas. El Festival de marzo de 1962 fue especial: vino François Truffaut, y Paul Newman trajo El audaz.  Entonces no pensaba que con los años iba a dirigir artísticamente el  Festival de Mar del Plata. Era otra época. Lo disfruté, pero también padecí como pocas veces en mi vida.

¿Qué le dejó ese padecimiento?
A veces, atravesar malos momentos nos fortalece.  Y eso hace que hoy sea lo que soy, con virtudes y defectos,  con logros y fracasos. Es bueno reconocer hasta dónde uno puede. Siempre hay tiempo para arrepentirse o disculparse. Y seguir… No es que uno se ponga a filosofar estúpidamente, pero más que nunca sabemos hoy de la brevedad de nuestra vida, y entonces qué vamos a esperar,  ¿que se nos escape?    

¿Cuál es su experiencia con los actores más jóvenes? ¿Encuentra una pasión semejante a los mayores con trayectoria?

No siempre, pero es un buen desafío. Intento que el trabajo vaya integrando y despertando. No  para que hagan exactamente lo que uno quiere y enseña, sino para despertar inquietudes, sensibilidades. Lo digo para el teatro pero también para el cine, la pintura, la música. Creo que cualquier pintor o director no termina de formarse nunca,  pero hay que tener un bagaje importante sobre color,  escenografía,  música, vestuario…
                                                      
En Tennessee, la música forma parte de la escritura escénica.  ¿Es así en su puesta?

--No la que se menciona en el texto.  Pensemos que la música la hacía Paul Bowles,  novelista y compositor. Tennessee Williams era muy amigo de Paul y un gran admirador de su mujer, Jane Bowles, escritora magnífica que tiene sólo una obra de teatro y dos libros en los que experimenta con el lenguaje, como la novelista Marguerite Duras en India Song, que fue también película, dirigida por Duras.       

                                                  AQUELLOS PRIMEROS AÑOS
Oscar Barney Finn, de madre vasca y padre irlandés, nació en Berisso  (La Plata), se inició en el teatro en 1965. Estudió cine en París, becado por el gobierno francés, pero no abandonó  la escena.  Vivió la experiencia de ser meritorio en el Teatro de las Naciones, en 1963 y 1964. Colaboró con los artistas que llevaban sus trabajos a Francia, como Jorge Petraglia y Luisa Vehil, cuando estrenaron Ollantay, de Ricardo Rojas. El director Franco Zeffirelli lo contrató como meritorio para la puesta de Quién teme a Virginia Woolf, de Edward Albee; Conoció a Samuel Beckett y Jean-Marie Serreau, cuando este director puso Play, de Samuel Beckett, obra que a su regreso fue el primer espectáculo que Barney Finn realizó con Yenesí, grupo al que lo acercó el crítico Emilio Stevanovich, a quien había tratado en París. Otros espectáculos de entonces fueron Un acto rápido, de Eduardo Tato Pavlovsky, y Viejo matrimonio, de Griselda Gambaro. En cine realizó cortos (el primero fue Solo unas gotas, en 1958); documentales y un primer largometraje: La balada del regreso (1974), con María Vaner, Ernesto Bianco y Adrián Ghio. La oportunidad de mostrar sus trabajos en la TV fue temprana, entre 1969 y 1970, en programas emitidos en un principio en el viejo Canal 7.


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