En Todas las canciones de amor, de Santiago Loza, la actriz Marilú Marini vuelve a sorprender en el rol de una sencilla mujer de barrio, ansiosa por recuperar el cariño del hijo que regresa después de años de ausencia, y mitigar la pena por el tiempo no compartido. Dirige Alejandro Tantanian.
Marilú Marini |
Bucear en los sentimientos, vacilar y atreverse
a ironizar sobre lo propio ocupan la espera del personaje que
monologa en Todas las canciones de amor, de Santiago Loza,
autor y director con trabajos en el cine y la TV. Lo que sucede en la
escena puede ser espejo de un deseo o un ensueño, o divagaciones
previas a un hecho cierto. La mujer que dice hacer sus labores
diarias sin pensar en lo perdido aguarda al hijo que partió años
atrás y vendrá acompañado por su pareja, un afroamericano que la
madre imagina semejante al actor que personificó al esclavo Kunta
Kinte en la miniserie Raíces. Mientras aguarda a su hijo
Martín acuden a su memoria episodios lejanos, “misterios”
hogareños, triviales para quien no experimenta su ansiedad, como la
inusitada fuerza que aplicó al mango de su cepillo de dientes hasta
quebrarlo. Un anodino contratiempo o aviso de lo que vendrá.
El personaje que compone Marilú Marini
(residente en Francia desde 1975 pero siempre de regreso en la
Argentina, y con proyectos presentes y futuros) se pregunta cómo
avanzar en ese día; y halla cobijo en los detalles de la vida
diaria, en la observación de los pequeños hechos que la movilizan.
Su relato descubre acalladas sensaciones y un imperioso deseo de dar
y recibir cariño, aun cuando atraviesa períodos de insatisfacciones
y desacuerdos. Circunstancia que la perturba y acaso le exige
elaborar un cierre a ciertas coincidencias y detalles en apariencia
superfluos pero nunca olvidados.
En ese marco, Marini se prodiga en el escenario
y resuelve las transmutaciones de su personaje variando el volumen,
la entonación, el ritmo de su voz y el gesto. En esa línea, tan
suya en sus numerosas presentaciones en el teatro, el cine y la TV,
recrea con sensibilidad arrolladora el divague (que es al mismo
tiempo refugio) y la desesperación de ese personaje que llega al
paroxismo cuando recuerda un episodio de la infancia de su hijo. Una
mujer que, consciente de su fragilidad, se dirige al público y le
pide avanzar juntos en la narración de esa jornada que acaso los
asombre al conocer qué camino ha elegido para lograr su autoestima,
o sea, la anhelada aceptación de sí misma.
El ingreso del hijo (Ignacio Monna, actuación
y canto) a modo de evocación o cercanía, y la presencia del músico
en escena (Diego Penelas en arreglos, dirección musical y piano)
acompañan su relato con canciones, como la tonada Canto de
ordeño, de Antonio Estévez; y Samba para olvidar, de
Daniel Toro; y otras diferentes, edulcoradas o cursis. Todas
conformando breves rupturas en el monólogo de una mujer que se
siente en deuda con su propia vida. A este relato de un laberinto
personal, no develado totalmente, Marini sabe hallarle un humor
pícaro que se acerca por momentos a la estética del clown. El
pintoresco diseño de la escenografía y el vestuario es obra de Oria
Puppo; las luces corresponden a Omar Possemato, Oria Puppo y
Alejandro Tantanian; y de la selección musical participan Monna,
Penelas y Tantanian, director de esta puesta. La producción general
es de Pablo Kompel.
Lugar: Paseo La Plaza
Sala Pablo Picasso
Av. Corrientes 1660 CABA Tel. (5411) 6320-5300
Funciones: viernes y sábados a las 20; domingos a las 19.
Funciones: viernes y sábados a las 20; domingos a las 19.
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