sábado, 16 de septiembre de 2017

SOY NIJINSKY, QUIERO VIVIR

Letter to a Man: teatralización de los Diarios del bailarín y coreógrafo Vaslav Nijinsky. La dirección, escenografía e iluminación son creaciones del estadounidense Robert Wilson y el actor y bailarín Mikhail Baryshnikov. Presentación en el Teatro Coliseo de Buenos Aires.

Integrar armónicamente luz y color a las acciones de los personajes es una alianza que el director Robert Wilson explora y recrea en cada uno de sus espectáculos. Y la despliega en Letter to a Man (Carta a un hombre), su reciente estreno en Buenos Aires. Este ensamble cromático abarca a la música, los sonidos y la danza, convirtiendo a cada escena en una apasionada exhibición de artes plásticas. Letter ... es también actuación, e introduce la serena ironía de un clown, el divertimento del vodevil y escenas que sugieren la magnitud real del horror de la guerra y el vértigo de la locura. En su composición de la lucha interior de Vaslav Nijinsky, Baryshnikov estremece y encandila. Este actor y bailarín -que nació en 1948 en Riga (Letonia), inició su trayectoria en el Ballet del Kirov de Leningrado y se instaló en 1974 en Estados Unidos- fue uno de los protagonistas, junto a Willem Dafoe, de un espectáulo anterior visto en Buenos Aires: The Old Woman. En Letter..., Mikhail devela retazos de información en tanto se escuchan voces (la propia y las de Wilson y Lucinda Childs) que repiten frases en distintos idiomas (inglés, francés y ruso) en tanto la irrealidad se adueña del espacio escénico. Reaparecen el clown y el hombre trajeado de negro y con sombrero, y aquel otro encogido en una silla, indefenso en su “camisa de fuerza”. Es aquel que ha perdido la razón, el de rostro sin sonrisa, cubierto, como está, por una máscara blanca que se adueña de todos los gestos.

Un sonido metálico y punzante ordena los cambios de escena, y el protagonista queda atrapado en otros sonidos y otras voces, como los producidos por ráfagas de ametralladora y por un desgarrador grito solitario, sofocado en un paisaje nevado. Siluetas en negro atraviesan el escenario: figuras de la memoria y ayudantes de escena. Recuerdos o pesadillas que arrastran miedos y cierto candor en el extravío de ese personaje que es aquí Nijinsky, quien nació en Kiev, Ucrania, en 1890, y falleció en 1950, en un hospital psiquiátrico de Londres.

De ahí el hombre atenazado en una camisa de fuerza, y las voces rebeldes que se escuchan por fuera de él. Ese hombre dice saber de guerras por la pelea con su suegra. Un detalle doméstico entre tanto bagage poético. Cada situación y cada voz invita a sumergirse en el imaginario de un Nijinsky que busca verdades y recuerda atropellos que lo marcaron a los 18 años. ¿Cuál es la carta que dirige a un hombre? ¿Y a quién? Las señas apuntan a Serguéi Diaghilev, fundador de Les Ballets Russes y amante de Nijinsky.

La música crea breves intervalos a través del registro de canciones de Bob Dylan y Tom Waits, y, entre otros artistas, composiciones del minimalista Arvo Pärt y el vanguardiata Alexander Mosólov. Música que enriquece cada escena, y se interrumpe cuando la voz del aquí rescatado Nijinsky confiesa no tener miedo a la muerte y advierte que “La tierra se está asfixiando”. Dice no estar muerto, conocer los rostros de los muertos y que no es Cristo sino Nijinsky. Las voces surgen de diferentes lugares del escenario y de la platea, como si fueran habitantes del insomnio que perturba a este artista que desea y dice “quiero vivir”.


En un inicial pasaje de la obra, el visor colocado en lo alto del escenario muestra una fecha: 1945, año en que se pactó el fin de la Segunda Guerra Mundial (el 2 de setiembre). Dos años antes, Nijinsky y su mujer se refugiaron en Budapest. Tiempo de masacre y de abismos que el artista percibe en su encierro psiquiátrico. Tierra arrasada para quien busca la vida y sabe que no está muerto. Dolor y lucha interior que acaso devele la escena en la que una profusión de líneas cruzan el círculo del que parece colgar el personaje: geometría y vértigo del artista alucinado. Quizás por eso la secuencia chispeante que cierra la obra sea un paliativo en este rescate del artista que renovó la danza, y un amigable encuentro con el bello trabajo que ofrece el admirado y carismático Mikhail Baryshnikov, aplaudido de pie y entre bravos.

Espectáculo en gira. Setiembre de 2017
Teatro Coliseo. Marcelo T. de Alvear 1125. CABA


Robert Wilson o el equilibrio entre opuestos

Antes de esta visita con Letter to a Man, el director y actor, escenógrafo, arquitecto y artista plástico estadounidense Robert Wilson (1941,Waco, Texas) supo encandilar al público que en Buenos Aires tuvo oportunidad de ver Persephone en el Festival Internacional de Teatro de 1999. Aquella puesta, referida al mito y a un poema de Thomas Eliot, tuvo su inicio en una instalación que Wilson mostró en la Bienal deVenecia '93, inspirada en textos de Homero, Brad Gooch y Maita Di Niscemi. Entonces la música era de Giochino Rossini y el compositor Philip Glass, cuyo minimalismo se ajustaba a las imágenes suspendidas en tiempo y espacio, propias del director texano. Fue, precisamente, la colaboración con Glass, la que le permitió concretar trabajos como Einstein on the Beach, de 1976, ópera sobre la figura de Albert Einstein, con una duración de cinco horas, estrenada en el Festival de Aviñon (Francia). Europa le fue favorable, y obtuvo reconocimientos, entre otras obras, con CIVIL WarS, de 1983, inspirada en fotografías de Matthew Brady. Como él mismo declaró, aquella fue una labor compleja y una mirada crítica sobre la Guerra de Secesión. Un espectáculo donde colaboraron creadores de diversos países, entre otros el dramaturgo y director alemán Heiner Müller, de quien Wilson llevó a escena Cuarteto, y en 1987, la celebrada Máquina Hamlet.

Asistir a aquella función de Persephone y a la clase magistral que Wilson ofreció en 2001, en la Sala Casacuberta del TSM, permitió recorrer su trayectoria y algunas de sus obras, quedando afuera trabajos que trascendieron, como Orlando, La enfermedad de la muerte y Hamlet: un monólogo (1995). Hubo épocas en las que sus experiencias teatrales duraban días, y otras en las que alentaba la producción de obras con actores y actrices no profesionales y personas con capacidades reducidas. Una de aquellas primeras muestras tuvo como protagonista a un adolescente afroamericano sordomudo, sobre el que obtuvo guarda legal. Fue La mirada del sordo, una puesta de siete horas de duración, estrenada a fines de la década del '60 en la Academia de Música de Brooklyn, donde también colaboró Philip Glass.

Wilson redescubrió el teatro cuando ya se había inclinado por la arquitectura y la pintura. Investigó en materias como el movimiento y el sonido y las aplicó a la escena, creando un estilo propio e intentando que “lo sonoro y visual fueran independientes uno de otro”. Concepto que mantiene hoy. Destaca el contrapunto o “equilibrio entre opuestos”, y ciertas combinaciones, como las de un tren, el espacio, la luz y el tiempo en la lejana Einstein on the Beach. En 2012, presentó en Buenos Aires Conferencia sobre la Nada (1949), de John Cage, de la que fue intérprete y director; y en 2014, el público local pudo admirar otra puesta suya: The Old Woman, tal vez síntesis escénica de una frase de la célebre Martha Graham: “El cuerpo no miente”. En todo caso, un espectáculo inspirado en un texto del poeta y escritor Daniil Kharms (1905-1942), quien padeció cárcel bajo el régimen de Stalin. Allí, los protagonistas eran el actor Willem Dafoe y el bailarín y actor Mikhail Baryshnikov.