Letter to a Man: teatralización de los Diarios del bailarín y coreógrafo Vaslav Nijinsky. La dirección, escenografía e iluminación son creaciones del estadounidense Robert Wilson y el actor y bailarín Mikhail Baryshnikov. Presentación en el Teatro Coliseo de Buenos Aires.
Integrar armónicamente luz y color a
las acciones de los personajes es una alianza que el director Robert
Wilson explora y recrea en cada uno de sus espectáculos. Y la
despliega en Letter to a Man (Carta a un hombre), su reciente
estreno en Buenos Aires. Este ensamble cromático abarca a la música,
los sonidos y la danza, convirtiendo a cada escena en una apasionada
exhibición de artes plásticas. Letter ... es también
actuación, e introduce la serena ironía de un clown, el
divertimento del vodevil y escenas que sugieren la magnitud real del
horror de la guerra y el vértigo de la locura. En su composición de
la lucha interior de Vaslav Nijinsky, Baryshnikov estremece y
encandila. Este actor y bailarín -que nació en 1948 en Riga
(Letonia), inició su trayectoria en el Ballet del Kirov de
Leningrado y se instaló en 1974 en Estados Unidos- fue uno de los
protagonistas, junto a Willem Dafoe, de un espectáulo anterior visto
en Buenos Aires: The Old Woman. En Letter..., Mikhail
devela retazos de información en tanto se escuchan voces (la propia
y las de Wilson y Lucinda Childs) que repiten frases en distintos
idiomas (inglés, francés y ruso) en tanto la irrealidad se adueña
del espacio escénico. Reaparecen el clown y el hombre trajeado de
negro y con sombrero, y aquel otro encogido en una silla, indefenso
en su “camisa de fuerza”. Es aquel que ha perdido la razón, el
de rostro sin sonrisa, cubierto, como está, por una máscara blanca
que se adueña de todos los gestos.
Un sonido metálico y punzante ordena
los cambios de escena, y el protagonista queda atrapado en otros
sonidos y otras voces, como los producidos por ráfagas de
ametralladora y por un desgarrador grito solitario, sofocado en un
paisaje nevado. Siluetas en negro atraviesan el escenario: figuras de
la memoria y ayudantes de escena. Recuerdos o pesadillas que
arrastran miedos y cierto candor en el extravío de ese personaje que
es aquí Nijinsky, quien nació en Kiev, Ucrania, en 1890, y falleció
en 1950, en un hospital psiquiátrico de Londres.
De ahí el hombre atenazado en una
camisa de fuerza, y las voces rebeldes que se escuchan por fuera de
él. Ese hombre dice saber de guerras por la pelea con su suegra. Un
detalle doméstico entre tanto bagage poético. Cada situación y
cada voz invita a sumergirse en el imaginario de un Nijinsky que
busca verdades y recuerda atropellos que lo marcaron a los 18 años.
¿Cuál es la carta que dirige a un hombre? ¿Y a quién? Las señas
apuntan a Serguéi Diaghilev, fundador de Les Ballets Russes y amante
de Nijinsky.
La música crea breves intervalos a
través del registro de canciones de Bob Dylan y Tom Waits, y, entre
otros artistas, composiciones del minimalista Arvo Pärt y el
vanguardiata Alexander Mosólov. Música que enriquece cada escena, y
se interrumpe cuando la voz del aquí rescatado Nijinsky confiesa no
tener miedo a la muerte y advierte que “La tierra se está
asfixiando”. Dice no estar muerto, conocer los rostros de los
muertos y que no es Cristo sino Nijinsky. Las voces surgen de
diferentes lugares del escenario y de la platea, como si fueran
habitantes del insomnio que perturba a este artista que desea y dice
“quiero vivir”.
En un inicial pasaje de la obra, el
visor colocado en lo alto del escenario muestra una fecha: 1945, año
en que se pactó el fin de la Segunda Guerra Mundial (el 2 de
setiembre). Dos años antes, Nijinsky y su mujer se refugiaron en
Budapest. Tiempo de masacre y de abismos que el artista percibe en su
encierro psiquiátrico. Tierra arrasada para quien busca la vida y
sabe que no está muerto. Dolor y lucha interior que acaso devele la
escena en la que una profusión de líneas cruzan el círculo del que
parece colgar el personaje: geometría y vértigo del artista
alucinado. Quizás por eso la secuencia chispeante que cierra la obra
sea un paliativo en este rescate del artista que renovó la danza, y
un amigable encuentro con el bello trabajo que ofrece el admirado y
carismático Mikhail Baryshnikov, aplaudido de pie y entre bravos.
Espectáculo en
gira. Setiembre de 2017
Teatro Coliseo.
Marcelo T. de Alvear 1125. CABA
Robert Wilson o el equilibrio entre opuestos
Antes de esta visita con Letter to a
Man, el director y actor, escenógrafo, arquitecto y artista
plástico estadounidense Robert Wilson (1941,Waco, Texas) supo
encandilar al público que en Buenos Aires tuvo oportunidad de ver
Persephone en el Festival Internacional de Teatro de 1999.
Aquella puesta, referida al mito y a un poema de Thomas Eliot, tuvo
su inicio en una instalación que Wilson mostró en la Bienal
deVenecia '93, inspirada en textos de Homero, Brad Gooch y Maita Di
Niscemi. Entonces la música era de Giochino Rossini y el compositor
Philip Glass, cuyo minimalismo se ajustaba a las imágenes
suspendidas en tiempo y espacio, propias del director texano. Fue,
precisamente, la colaboración con Glass, la que le permitió
concretar trabajos como Einstein on the Beach, de 1976, ópera
sobre la figura de Albert Einstein, con una duración de cinco horas,
estrenada en el Festival de Aviñon (Francia). Europa le fue
favorable, y obtuvo reconocimientos, entre otras obras, con CIVIL
WarS, de 1983, inspirada en fotografías de Matthew Brady. Como
él mismo declaró, aquella fue una labor compleja y una mirada
crítica sobre la Guerra de Secesión. Un espectáculo donde
colaboraron creadores de diversos países, entre otros el dramaturgo
y director alemán Heiner Müller, de quien Wilson llevó a escena
Cuarteto, y en 1987, la celebrada Máquina Hamlet.
Asistir a aquella función de
Persephone y a la clase magistral que Wilson ofreció en 2001,
en la Sala Casacuberta del TSM, permitió recorrer su trayectoria y
algunas de sus obras, quedando afuera trabajos que trascendieron,
como Orlando, La enfermedad de la muerte y Hamlet:
un monólogo (1995). Hubo épocas en las que sus experiencias
teatrales duraban días, y otras en las que alentaba la producción
de obras con actores y actrices no profesionales y personas con
capacidades reducidas. Una de aquellas primeras muestras tuvo como
protagonista a un adolescente afroamericano sordomudo, sobre el que
obtuvo guarda legal. Fue La mirada del sordo, una puesta de
siete horas de duración, estrenada a fines de la década del '60 en
la Academia de Música de Brooklyn, donde también colaboró Philip
Glass.
Wilson redescubrió el teatro cuando ya
se había inclinado por la arquitectura y la pintura. Investigó en
materias como el movimiento y el sonido y las aplicó a la escena,
creando un estilo propio e intentando que “lo sonoro y visual
fueran independientes uno de otro”. Concepto que mantiene hoy.
Destaca el contrapunto o “equilibrio entre opuestos”, y ciertas
combinaciones, como las de un tren, el espacio, la luz y el tiempo en
la lejana Einstein on the Beach. En 2012, presentó en Buenos
Aires Conferencia sobre la Nada (1949), de John Cage, de la
que fue intérprete y director; y en 2014, el público local pudo
admirar otra puesta suya: The Old Woman, tal vez síntesis
escénica de una frase de la célebre Martha Graham: “El cuerpo no
miente”. En todo caso, un espectáculo inspirado en un texto del
poeta y escritor Daniil Kharms (1905-1942), quien padeció cárcel
bajo el régimen de Stalin. Allí, los protagonistas eran el actor
Willem Dafoe y el bailarín y actor Mikhail Baryshnikov.
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