La quema de libros del 10 de mayo de 1933 en Berlín,
Frankfurt y otras ciudades alemanas presagiaba el horror de los hornos
crematorios. La quema pretendía destruir todo aquello que desde el papel se
opusiera al “espíritu alemán”, según la definición del Partido
Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP). Si bien en la posguerra se alzaron
voces (y hubo un tiempo para los juicios de Nüremberg en 1945 y 1946), la
tardanza en analizar aquel episodio impidió que las investigaciones sobre la
multiplicación de los incendios calaran hondo. Era sabido que en la etapa de la
restauración de la Alemania Occidental, la de Konrad Adenauer, canciller entre
1949 y 1963, se integraron mejor los antiguos nacionalsocialistas que sus
víctimas, y existía un acuerdo tácito de no hurgar en lo sucedido durante
aquellos años ni incomodar a los que hubieran actuado en complicidad con el
régimen nazi.
En 1983, cuando era tiempo de recordar aquella quema generalizada,
el escritor, periodista, crítico literario y traductor Walter Boehlich
(Breslavia, Polonia, 1921 – Hamburgo, Alemania, 2006) escribía en el semanario Der
Spiegel no haber hallado en la historia alemana otro ejemplo en el que la
juventud académica, públicamente y de la mano de la “ancianidad” académica,
fomentara con encendidos discursos y hasta con música la destrucción de lo que
era la propia literatura contemporánea. Un hecho que demuestra la facilidad con
la que los dueños del poder liman la mente de los ciudadanos.
Para los declarados nazis aquellas fogatas de las que
participaron eran todavía “actos simbólicos”, y no se engañaban. No podían
destruir la totalidad de los libros y escritos porque hubo antes quienes los
difundieron y habían hecho circular en bibliotecas a salvo de la destrucción y
accesibles a sus lectores. Una protección amenazada, y más en el caso de los
lectores que fueron asesinados o debieron huir.
De aquellos intentos quedó un resto, pero se lamentaron pérdidas, en
parte por la escasa disposición a
rescatar la literatura que el hitlerismo había querido reducir a cenizas.
El escritor Wolfgang Schulz investigó 116 libros escolares
de lectura de los años posteriores a 1945, comprobando que en ellos sólo se
reproducían doce textos de autores que los nazis habían expulsado de la
Academia Prusiana de las Artes. En contraste, halló 334 textos de los autores
que habían respaldado a Hitler.
A la noción de “el espíritu alemán” se opuso la definición de
“el espíritu antialemán” que el ministro de Ilustración Pública y Propaganda
del Tercer Reich, Joseph Goebbels (1897-1945), identificaba con el “extremado
intelectualismo judaico”. Por eso las primeras listas negras están integradas
por judíos y “judaizantes”, aunque pronto se le adjudicó carácter de judío a
cualquiera que disgustara al régimen. Las doce tesis adversas al espíritu
antigermano, suerte de guía para la destrucción de obras, estaban colmadas de
afirmaciones antijudías.
En La quema de libros
(Die Bücherverbrennung), Gerhard Sauder analiza documentación
estudiantil y concluye que, si bien se arrojaba al fuego todo título que
estuviera en las listas negras, muchos otros libros corrían igual suerte. Y,
contra lo que algunos creen, también ardieron las obras de Thomas Mann (Lübeck,
Alemania,1875 – Zúrich, Suiza, 1955). Un fuego que décadas más tarde activó la
discusión sobre si los alemanes empalmaron con lo que los nazis destruyeron o
con lo que convivió con ellos.
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