El tiempo como una sucesión de
instantes perdidos y el miedo a la fugacidad constituyen el núcleo de Dulce pájaro de juventud, obra de Tennessee Williams que el
director Oscar Barney Finn llevará a escena luego del estreno de Juegos de amor y de
guerra, de Gonzalo Demaría, en el Centro Cultural de la Cooperación.
El director Oscar Barney Finn. |
Hacer recuento y entender que la
juventud es una etapa embellecida y el
tiempo tan breve como la visión de un pájaro en vuelo, golpea emocionalmente
a Princesa, actriz en su edad madura, y
a Chance, el aún joven con veleidades de donjuán que regresa a su ciudad para
recuperar el amor de la que fue niña por él dañada. Sucede en Dulce
pájaro de juventud (Sweet Bird of
Youth), título que suena bello aunque encierra una amargura que su autor, el estadounidense Tennessee Williams (Columbus
1911- Nueva York 1983), deja entrever en
los irónicos diálogos de esta pieza de 1959 que estrenará Oscar Barney Finn, premiado
director de teatro (el más reciente galardón lo obtuvo de la crítica de Nueva
York por la puesta de Poder absoluto, del barcelonés Roger
Peña Carulla). También régisseur, dramaturgista y realizador de films premiados
en festivales internacionales, como Contar
hasta diez (Festival de Berlín), y -entre otros- los destacados Cuatro caras para Victoria, Momentos robados y De la misteriosa Buenos Aires sobre tres cuentos de Manuel Mujica Láinez:
Barney Finn dirigió El salón dorado; Alberto Fischerman, El
hambre; y Ricardo Wullicher, La pulsera de cascabeles. Condujo ciclos de TV sobre textos y obras
de grandes autores, y trabajó sobre lo puro de la trama de las obras y la personalidad de Williams. Experiencia que generó
puestas en homenaje, incluida La gata sobre el tejado de zinc caliente, en
Chile, en 1983; y renovadas búsquedas, como Noches
romanas, de Franco D’Alessandro, donde los personajes son Williams y la actriz
italiana Ana Magnani.
Dulce
pájaro… completará la lista de sus últimos
trabajos: El Diccionario, del español Manuel Calzada Pérez, en torno a la
generosa y esforzada vida y obra de la filóloga y lexicógrafa española María
Moliner; La herencia de Eszter, versión de la novela del escritor húngaro
Sándor Márai y el estreno de Juegos de
amor y de guerra, de Gonzalo Demaría. Barney Finn no descansa, y en esta entrevista adelanta
otro título, Maldonado, de Carlos Furnaro, que “está leyendo la
actriz Leonor Manso”, comenta, agradecido.
Williams expuso sus debilidades en el escenario, según lo
manifiesta en el escrito que a modo de prólogo de Dulce pájaro…ha publicado la editorial Losada. ¿Qué debilidades
acosan a Princesa y Chance?
Ellos esperan que algo o alguien los
saque de la inercia en la que se encuentran. Lo que sea sirve, si les
hace bien. Están frente a un precipicio. Sienten la soledad, la carencia del amor genuino y se
utilizan el uno al otro. Experimentan el miedo de haber pasado por la vida sin
poder agarrarse a una tabla. Pensemos en otras obras de Tennessee, en El zoo de cristal (1944), Un tranvía llamado deseo (1947),
La gata sobre el tejado de zinc caliente (1955)… Williams mismo quería salir.
Creo que también él vivió esperando que alguien le tienda una mano. Ha sido muy
destructivo en su vida. Y tuvo una prodigiosa producción.
Con títulos admirables…
Sí, pero llega el momento en que se aparta
de aquellos grandes éxitos. Williams
decae, y queda atrapado en ese estado que lo destruye. Lo pude entender mejor durante
la investigación que hice para la puesta de Noches
romanas, donde, además de volver a sus obras, necesitaba poner el acento en su persona, y comprender cómo era ese
mundo decadente con el que hallamos afinidades. Los grandes personajes de
Tennessee y las mujeres sureñas de El
dulce pájaro… siguen siendo emblemáticos.
Princesa y Chance vacilan entre el acercamiento y el desencuentro. ¿Descubre relaciones con otros personajes de
Williams?
En Alexandra Del Lago (Princesa) hay algo de
Alma, de Verano y humo (1948), obra,
para mí, envejecida. Esto no pasa con Un tranvía … o La gata sobre el tejado … o La rosa tatuada. Dulce pájaro… es una
cuenta pendiente que me alimentará hasta el estreno. En los ’90 estuve cerca de estrenarla con María
Rosa Gallo. Convoqué al escenógrafo Alberto Negrín, armé un boceto, y sobre ese
trabajo hablé con Antonio “Taco” Larreta
(escritor uruguayo, director teatral, crítico de cine y teatro) para que
hiciese una adaptación con los cortes que yo había previsto. Hubo viajes míos a
Uruguay y de él a la Argentina. Era una producción de Luis Mazas, quien compró
los derechos. Pero eso quedó frustrado. Ahora estoy concibiéndola de otra
forma. Necesita una mirada renovadora. El lenguaje ha cambiado.
¿Qué es lo esencial en sus dramaturgias?
La experiencia y, aunque se
introduzcan cambios, no desvirtuar al autor. Otro elemento es el espacio. Los espacios
“provocan” el acercamiento a un determinado lenguaje. No es lo mismo plantarse
ante el escenario de El Tinglado, por ejemplo, que ante el de La Comedia o el C.C.
de la Cooperación. Ensayando en La Cooperación, me vinieron imágenes de Noches romanas y de El
Príncipe de Homburg (de Heinrich von Kleist, 1811) que presentamos allí, y
donde pude hacer una síntesis escénica con sólo dos planos, uno vertical y otro
inclinado, de manera que estábamos en el palacio y en la batalla. A veces las
puestas de obras anteriores nos mandan señales. Me ha pasado también con La Excelsa, de Juan Pablo Santilli,
sobre un hecho policial de 1978 (el asesinato de una prostituta en el puerto de
Quequén), que estrenamos en el Teatro Sarmiento; y con Madame Mao, de Mónica Ottino, en el BAC (British Arts Center). Son búsquedas que hacen crecer.
¿Se acierte o no con el destino de una obra?
Un paradigma importante en mi vida es
Giorgio Strehler (1921-1998), cofundador del Teatro Piccolo de Milán, a quien
no siempre le iba bien, pero lo admitía. Hace años, la actriz Inda Ledesma me hizo
un hermoso regalo, unas páginas sobre una larga entrevista a Strehler, donde este
director y creador del teatro italiano explicaba el proceso que había seguido
para el montaje de El jardín de los
cerezos, de Anton Chéjov, dejando testimonio de sus búsquedas y sus dudas.
Y es así en toda puesta, a la que se agrega un elemento inquietante cuando el
texto proviene de una novela; como nos ha sucedido con La herencia de Eszter que presentamos en el Teatro La Comedia.
¿Es imprescindible conocer todas las artes que confluyen en una
puesta?
Uno vuelca en el trabajo sus conocimientos,
pero en todas y cada una de las obras tiene que haber sentimientos. Estos son
los que hacen vibrar a los personajes, y a nosotros. Esto me quedó claro desde
siempre. Y destaco los tres años de estudio que tuvimos con Carlos Gandolfo. Éramos
un grupo de directores que representábamos como actores. Estaban, entre otros,
María Inés Andrés, David Amitin, Carlos Sorin, Rodolfo Mórtola, Tito Eisenberg y Natalio Hochman, con quien
empezamos a preparar un musical, El amor
se fue, sobre un poema de Oliverio Girondo y música de Alberto Favero. Ese
trabajo que nunca terminamos, nos agotó. Yo venía de La Plata, y el libro era
de Enrique Pinti y mío. Viví la época de
las primeras vanguardias. Había que pelear pero se trabajaba mucho. En la calle
Florida, y en Viamonte y San Martín, teníamos arte. En esa zona estaba el Instituto de Arte Moderno y la Galería Van
Riel, que en la década del ‘40 había sido sede del Teatro de Arquitectura y el
Universitario Franco-Argentino. Estaba la Editorial Sur; y en Filosofía y Letras y el Instituto Di Tella
asistíamos a obras que nos marcaban: Timón
de Atenas, de William Shakespeare, dirigida por Roberto Villanueva; ¡América
Hurra!, de Jean Claude Van Itallie, por
Carlos Gandolfo; Viet Rock, de Megan Terry, por Jaime Kogan; y El
Desatino, de Griselda Gambaro, dirigida por Jorge Petraglia en el Di Tella.
¿Cómo vivió las etapas de desamparo en la actividad teatral?
Nunca he dejado de trabajar y tengo la
misma voracidad frente a la lectura, frente al conocimiento. Digo que el tiempo
que uno tiene asignado es corto para lo que se desea hacer y aprender. El director ruso Andréi Tarkovsky nos habla de esto en sus películas,
de lo importante que es saber utilizar ese tiempo que nos fue acordado. Y
no es el único. Tuvimos épocas de intercambio creativo en el teatro, el cine…
En 1954, en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata se vieron películas
valiosas y se invitó a importantes artistas. Lo organizaba la Asociación de
Cronistas Cinematográficos. Colaboré trabajando en la gaceta del Festival,
haciendo entrevistas… Me había llevado Jaime Jacobson, el padre de Jorge, que
sabía mucho de cine y dominaba varios idiomas. El Festival de marzo de 1962 fue
especial: vino François Truffaut, y Paul Newman trajo El audaz. Entonces no
pensaba que con los años iba a dirigir artísticamente el Festival de Mar del Plata. Era otra época. Lo
disfruté, pero también padecí como pocas veces en mi vida.
¿Qué le dejó ese padecimiento?
A veces, atravesar malos momentos nos
fortalece. Y eso hace que hoy sea lo que
soy, con virtudes y defectos, con logros
y fracasos. Es bueno reconocer hasta dónde uno puede. Siempre hay tiempo para
arrepentirse o disculparse. Y seguir… No es que uno se ponga a filosofar
estúpidamente, pero más que nunca sabemos hoy de la brevedad de nuestra vida, y
entonces qué vamos a esperar, ¿que se
nos escape?
¿Cuál es su experiencia con los actores más jóvenes? ¿Encuentra
una pasión semejante a los mayores con trayectoria?
No siempre, pero es un buen desafío.
Intento que el trabajo vaya integrando y despertando. No para que hagan exactamente lo que uno quiere
y enseña, sino para despertar inquietudes, sensibilidades. Lo digo para el
teatro pero también para el cine, la pintura, la música. Creo que cualquier
pintor o director no termina de formarse nunca, pero hay que tener un bagaje importante sobre
color, escenografía, música, vestuario…
En Tennessee, la música forma parte de la escritura escénica. ¿Es así en su puesta?
--No la que se menciona en el texto. Pensemos que la música la hacía Paul Bowles, novelista y compositor. Tennessee Williams
era muy amigo de Paul y un gran admirador de su mujer, Jane Bowles, escritora
magnífica que tiene sólo una obra de teatro y dos libros en los que experimenta
con el lenguaje, como la novelista Marguerite Duras en India Song, que fue también película, dirigida por Duras.
AQUELLOS PRIMEROS AÑOS
Oscar Barney Finn, de madre vasca y
padre irlandés, nació en Berisso (La
Plata), se inició en el teatro en 1965. Estudió cine en París, becado por el
gobierno francés, pero no abandonó la
escena. Vivió la experiencia de ser
meritorio en el Teatro de las Naciones, en 1963 y 1964. Colaboró con los
artistas que llevaban sus trabajos a Francia, como Jorge Petraglia y Luisa
Vehil, cuando estrenaron Ollantay, de
Ricardo Rojas. El director Franco Zeffirelli lo contrató como meritorio para la
puesta de Quién teme a Virginia Woolf,
de Edward Albee; Conoció a Samuel Beckett y Jean-Marie Serreau, cuando este
director puso Play, de Samuel
Beckett, obra que a su regreso fue el primer espectáculo que Barney Finn
realizó con Yenesí, grupo al que lo acercó el crítico Emilio Stevanovich, a
quien había tratado en París. Otros espectáculos de entonces fueron Un acto rápido, de Eduardo Tato
Pavlovsky, y Viejo matrimonio, de
Griselda Gambaro. En cine realizó cortos (el primero fue Solo unas gotas, en 1958); documentales y un primer largometraje: La balada del regreso (1974), con María
Vaner, Ernesto Bianco y Adrián Ghio. La oportunidad de mostrar sus trabajos en
la TV fue temprana, entre 1969 y 1970, en programas emitidos en un principio en
el viejo Canal 7.