(Entrevista publicada en el diario Página/12 el 13 de septiembre de 2011)
La vida laboral de Carlos Garaycochea está en el dibujo
humorístico, pero eso no lo privó de adueñarse de otros espacios. El público de
teatro, los televidentes y radiooyentes saben de su destreza en el humor, el
dibujo y la pintura. Es por su labor en radio que Argentores lo homenajeó, sin
olvidar la totalidad de una trayectoria plena de significados, de amigos y
colegas a los que este artista recuerda con especial cariño. Así lo hizo al
recibirnos en su casa, donde atesora cuadros y esculturas de esos seres que
sigue admirando y fueron y son parte de su historia personal. El crítico Rafael Squirru ha escrito
maravillas en un texto sobre sus obras calificadas de abstractas; un mundo de
células en movimiento entre pinceladas que corren como ríos. El encuentro con
Garaycochea se convierte en una visita guiada por sus obras y la de esos
queridos que no olvida. Generoso, describe los originales en detalle y el
catálogo en el que se han impreso algunos de sus trabajos en acrílico sobre
hardboard, tela, cartón, fibrofácil y papel de diario. En su taller, materiales
como los tubos de cartón del papel higiénico o el papel de cocina se
transforman. Y no bromea cuando dice con humildad -como si el arte fuera el
oficio de todos- que “la magia de la creatividad transforma en permanente un
objeto que hubiera sido desechado”.
“La letra queda como una pintura más”, sostiene ante los
universos que ha creado sobre diarios, dominados, al igual que los otros
materiales, por un equilibrio que se reconoce interior y exterior: “Imaginemos
qué sucedería si no existiera el equilibrio”, apunta, mientras selecciona dos ejemplares
de Catalina (Ediciones Comix) que entrega a la fotógrafa y a esta
cronista. En la tapa, Catalina lee complacida un texto cuyo título es una guía:
Cómo ser feliz sin sufrir demasiado. “Ella
es una mujer independiente, de esta época, que en lugar de tener en su casa un
perro o un gato cuida a un pececito que llama Moby Dick para darle
importancia”, ilustra Garaycochea. El de Argentores no fue el único
reconocimiento. Sus ex alumnos planeaban otro. “El día que nos reunimos para
organizarnos me creí Brad Pitt, por los aplausos. El tema era armar una clase
como la de veinte años atrás. A veces, uno recoge lo que sembró.”
-¿Por qué prendió tanto el dibujo humorístico?
Tuvimos buenos maestros, algunos inmigrantes o hijos de
inmigrantes. Y seguimos teniendo artistas excelentes, como Oscar Grillo, que
estuvo conmigo en la Escuela Panamericana de Arte y en algunas revistas. Se
radicó en Londres. Acá hay muy buenos ilustradores, pero no son promocionados.
Egresé de la Escuela Nacional de Bellas Artes
en 1949 y tuve como compañeros a Antonio Pujía, Norberto Filevich, que
tenía algo de un Woody Allen. Murió muy joven, un grabador fenomenal. También
Elio Gagliardi y Aldo Severi. Entre mis profesores estaban Alejandro Sirio y
Eugenio Daneri. Todos tenemos en nuestras casas un rincón donde nos sentimos
mejor que en cualquier otro. En un rincón ideal no debiera faltar un sillón
inglés, un perro peludo para acariciar, un libro de Charles Dickens, Oliver
Twist, por ejemplo, y un cuadro de
Daneri.
-Fue una época fecunda...
Aprendíamos de esos profesores, y a veces mucho más de los
alumnos, por su interés y ambiciones artísticas. Treinta años después de
haberme recibido en Bellas Artes (en Las Heras y Callao), entré allí como
profesor y vi que estaban los mismos yesos de mi época de estudiante. A una
escultura le faltaba la nariz, a otra una oreja. Pensé y lo dije, ¿por qué no
hacer una réplica, por lo menos para que se las vea enteras? Mi propuesta
parecía la de un revolucionario. Me hicieron la guerra porque llevé dos o tres
ideas que tenían lógica. Al final, me fui. Al año siguiente, me ofrecieron un
cargo de profesor y contesté que no quería estar en un lugar donde para lograr
algo debía pelearme.
-¿Pelea seguido?
No. Si tengo que pelear con un tipo no cuento hasta diez ni
hasta cien, sino mucho más, pero si llego hasta mi límite y estoy seguro de lo
que digo y tengo que matar, mato. Además, ya tenía mi escuela, donde trato con
profesores que son mis amigos. No tomo cargos para hacer guita. Siempre quise
aprender, y sigo aprendiendo. Hay que tratar, eso sí, que a uno lo respeten. Me
molesta que la TV -un medio tan importante para difundir las artes plásticas,
la literatura y todo lo que nos enriquece- sea lo que es. Ni yo ni mi mujer,
María Marchi, que es actriz e investigadora especialista en Anton Chéjov, somos
figura en ningún medio, tampoco en un diario. ¿Será porque no escandalizamos?
José Marchi, hermano de María, es profesor en mi escuela y uno de los cinco
mejores pintores que tiene el país. Expuso con Carlos Alonso, trabajó con
Gutiérrez Zaldívar... Ser actriz o actor tiene una ventaja, porque al terminar
una función, cuando dan todo en el escenario, sienten que el púbico los ama. En
el teatro, lo mío es medio raro, porque yo enfrento al público como si hablara
con uno solo. Voy a divertirme y no sufro pánico escénico.
-¿Es una forma de crear complicidad? En Humorcochea, proponía que el
espectador rescatara algo de sí dibujándose, y para eso entregaba un bolígrafo
y una hoja en blanco, donde debía copiar lo que usted dibujaba sobre un
tablero.
Estar al frente de una clase facilita el contacto y la
complicidad. En la Escuela doy clases de tres horas. En las dos primeras digo
que haremos y oriento, y en la tercera nos ponemos a trabajar. Es un ejercicio
de buen humor. En otras, pido que cada uno lea su respuesta a un planteo previo
y recién después leo la mía, que por supuesto tiene que ser la más graciosa.
Corro el riesgo de que otro me gane, ¡pero nos llevamos bien! La mejor manera
de aprender es con una sonrisa, sabiendo que uno es un ignorólogo. Esto que
parece una broma es algo serio. Son más las cosas que ignoro que las que sé,
así como sé que no podemos modificar algunas cosas desagradables.
-¿Se desalienta?
No, porque tengo salidas. Escucho música clásica, invento y
descubro. Ese tiempo que dedico a lo que me gusta es mío, y no lo cambio. Esta
es una época en que la tecnología avanza rápido y todos podríamos ver
maravillas, pero en general estamos recibiendo lo peor. También en el trabajo, porque en muchas
actividades se pone en primer lugar al amigo, el cuñado o el vecino, y no se
toma en cuenta la calidad.
En el diario Crítica tuve compañeros de gran nivel. Jorge D'
Urbano, crítico musical, un genio, me regaló una grabación extraordinaria de Las
estaciones, de Glazunov. No olvidé nunca aquel gesto. Yo me había comprado
un Winco y él prometió regalarme el primer disco. En Crítica alcancé a ver a
uno de los más grandes dibujantes: Pascual Güida. Alberto Breccia me había dicho “tenés al lado a Güida, miralo
bien porque es un maestro”. Crítica era un diario que andaba a los tumbos. No
se sabía de quién era ni yo estaba en política. Pero me dije que en algún
momento cerrraba. Empecé a llevarme los papeles a casa. Un día fui al archivo y
saqué 40 dibujos míos. Pensé: si me pagan devuelvo los dibujos, y si no me
pagan ya los cobré. Hice bien, porque cerraron el diario.
-¿Y qué pasó?
Me sirven para las clases. Si no los sacaba se lo hubieran
comido las ratas. Hoy los ven mis alumnos y podemos estudiar con ese material.
-¿Era un problema preservar los originales?
Sí. hoy quedan en la computadora. En eso tengo una pelea con
los más pibes, porque usan la computadora para pintar. Pero todavía quedan
dibujantes artesanos, como Mordillo, Caloi y yo mismo, que necesito de los
dedos para trabajar. No me molesta que los colores me queden en las uñas. El
exceso de técnica conspira contra la calidad e intensidad de la obra.
-¿Qué proyecta por afuera del dibujo?
Tengo cuatro o cinco ideas que creo divertidas. Una es un
espectáculo para mi mujer y Edda Díaz. Y tengo más propuestas, pero ahora viajo
a Bahía Blanca a presentar un libro sobre humor vasco, tengo cuarenta dibujos
sobre humor vasco, y me queda escribir un cuento, de media página, sobre algún gran
papelón que haya hecho en mi vida.
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